Contra nuestra cultura del apocalipsis: Por qué volver a ver “Tomorrowland” (Brad Bird, 2015)

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Uno de los pequeños placeres del consumidor cultural compulsivo consiste en descubrirse disfrutando ciertos productos que han fracasado tanto con la crítica como con el público. El cine de ciencia ficción  ha ofrecido en la última década varios ejemplos perfectos de ese doble fracaso —o peor aún: tibia recepción—, de John Carter (Andrew Stanton, 2012) a Prometheus (Ridley Scott, 2012), pasando por Fant4stic (Josh Trank, 2015) o Tomorrowland (Brad Bird, 2015). Todas estas películas parecen tener en común una singular focalización de estilo, una unidad de tono e intención que en varias de ellas fracasa por falta de un desarrollo coherente de esa premisa tonal, ya sea por incapacidad creativa de los implicados o por intervenciones exteriores. Todas ellas obligan también al espectador a pensar qué es lo que trataban de hacer, por qué sus creadores han escogido no seguir ni una estructura simple ni un uso de la imagen dirigido al simple impacto en el espectador, sino que han trabajado para crear una textura específica.

De todas ellas creo que es Tomorrowland la que merece una revisión crítica más atenta, tanto por lo sofisticado de su elaboración como por el puro placer de su espectáculo. Tomorrowland podría haber sido un producto más de la sinergia interna de Disney, otra película dirigida a promocionar una de las áreas temáticas de sus parques —no tiene sentido hablar de “adaptación” cinematográfica cuando hablamos de una atracción mecánica—, como habían hecho antes con Pirates of the Caribbean, pero desde sus primeras imágenes el tono y articulación del discurso nos fuerza a modificar nuestras expectativas y a pensarla como algo más que la expansión de una franquicia. La singular focalización de la película en cuestiones extensamente debatidas ya en el ámbito de la ciencia ficción menos mainstream y el tono marcadamente metarreferencial parecen el fruto de un trabajo que, pese a haberse realizado bajo producción de Disney Enterprises, mantiene la pulsión autoral de sus dos guionistas, Brad Bird y Damon Lindelof. El incansable apetito de Disney para devorar talentos a través de sus franquicias —como se ha visto en el barrido del campo del cine de ciencia ficción que ha hecho tras la adquisición de Star Wars, que no parece hacer satisfecho ni a los cineastas ni a la propia compañía— no siempre concluye, pese a todo, con su digestión y la consiguiente producción de otra película de Disney más.

Brad Bird comenzó su carrera como director con una película de animación tradicional The Iron Giant (1999), a la que siguió uno de los grandes éxitos creativos de Pixar, The Incredibles (2004), dos películas que de manera muy clara constituían reflexiones sobre la necesidad de arquetipos heroicos. Este interés por el héroe parecía serlo, más que por su existencia en el mundo real, encarnado en personas concretas, por el potencial de los relatos heroicos para implementar a través de la imaginación creativa un sistema de valores que permita tomar posición y actuar frente a los problemas del mundo. Bird siempre ha mostrado en sus películas una gran familiaridad, con frecuencia a través de guiños metarreferenciales, con la cultura de los superhéroes y la ciencia ficción más heroica, incluso en trabajos como Mission: Impossible – Ghost Protocol (2011), la primera película de esta fascinante franquicia coproducida por J. J. Abrams. Precisamente del entorno de Abrams y de su productora Bad Robot Productions, a través de la cual contribuyó como pocos a sofisticar la ciencia ficción televisiva y cinematográfica, viene Damon Lindelof, quien se dio a conocer a través de Lost, serie cocreada con Jeffrey Lieber y el propio Abrams. Lindelof se ha acabado convirtiendo en uno de los guionistas-productores a los que se acude constantemente para relanzar en cine y televisión franquicias de ciencia ficción o superhéroes como Star Treck  o Watchmen, llenas igualmente de pequeños placeres metarreferenciales para los fans de estos géneros. Tomorrowland ofrece también algunas de esas referencias superficiales para consumo de convencidos, que poco nos interesan ahora, pero al mismo tiempo logra articular una propuesta de reflexión que, pese a descarrilar bajo el peso de esos principios comunes al discurso superheroico y a la ciencia ficción de aventuras, toca algunas cuestiones de nuestra cultura presente que merece la pena recordar. 

De modo similar al inicio de 28 Days Later (Danny Boyle, 2002), Tomorrowland se abre con un montaje de imágenes televisivas que exploran diversos lugares de caos y violencia en el mundo presente, que sugiere al espectador que la tensión con que vivimos la experiencia de nuestro presente, al tiempo que vivimos con temor nuestro futuro, es antes que nada una construcción mediática. Los acontecimientos reales del mundo sólo adquieren significado y peso emocional en nuestras vidas cuando nos ponemos en relación con ellos a través de los medios de comunicación. Sobre estas imágenes oímos dos voces, un hombre y una mujer, que plantean de manera transparente la dialéctica que articulará toda la película: el futuro no siempre fue así, por lo que existe la posibilidad de realizar un futuro distinto que nos dé un mundo diferente. El hecho de que no quede demasiado claro a quién se dirigen esas voces —¿hablan entre sí, rompen la cuarta pared?— hace que esta argucia estructural, que está entre lo peor en términos narrativos de la película, sirva para afirmar desde un principio el carácter densamente discursivo, casi teórico, de la película. 

El relato cae inmediatamente después en la trampa de empezar a pensar un porvenir mejor desde la inevitable nostalgia de un pasado cuyo futuro era todavía esperanzador, el de la New York World Fair de 1964. Un retrofuturismo optimista en el que también se inscribe el trabajo de la propia empresa Disney, a través de “It’s a Small World”, la atracción que la compañía inauguró en aquella feria y que después pasó a formar parte de parques temáticos.  Recorriendo la feria encontramos a Frank Walter, un niño que ha acudido para participar en un concurso de jóvenes inventores con un diseño propio para un jet pack, el símbolo por excelencia de ese alegre futuro del pasado en el que todos nos desplazaríamos volando hasta nuestros hogares. Un futuro que cristalizó, por ejemplo, en The Jetsons (Hanna-Barbera, 1962-1963), el último coletazo del optimismo tecnológico durante la guerra fría, que todavía invitaba a los estadounidenses a comienzos de los años setenta a soñar con un futuro —o con un pasado: no hay más que recordar The Flintstones (Hanna-Barbera, 1960-1966)— bajo las formas familiares y morales de la década precedente, con las que la revolución cultural que comenzó poco después acabaría por completo. Los fracasos de la imaginación de Hanna-Barbera en los sesenta no lo son menos que los que dos décadas después trajo el postmodernismo —en los que, en cierto modo, todavía hoy vivimos—, que hacían imposible, como bien señaló David Lyon en su memorable análisis de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), continuar identificando futuro y utopía tecnológica liberadora. Por todo ello el optimismo retrofurista de de Tomorrowland, que mira con tal benevolencia a una década que se abrió dando comienzo a la etapa más caliente de la guerra fría con la llamada crisis de los misiles, puede parecernos impostado, una mera nostalgia de otros futuros posibles sólo cuando borramos de nuestra mente el verdadero peso y peligro de ese pasado que se idealiza.

Este pasado de brillante futuro, en el que el joven Frank Walter acaba siendo invitado por una misteriosa niña, Anthea, a formar parte de un proyecto de ciudad tecnológica utópica, parece continuar en el presente, al que Bird y Lindelof nos hacen acceder a través de la entusiasta Casey, una adolescente que desde niña sueña con formar parte de la carrera espacial, como su padre, ingeniero de la NASA. Pero nada más lejos de la realidad. A través de un rápido montaje de secuencias, vemos como el optimismo de Casey se enfrenta a la imagen del futuro que le ofrecen en el instituto, dominada por las distopías políticas de George Orwell en sus clases de literatura, por el peligro de las armas de destrucción masiva en su clase de historia y por los efectos del calentamiento global en ciencias naturales. Frente a todas esas promesas de fracaso, Casey plantea siempre la misma pregunta: ¿qué podemos hacer? Pero no como individuos, sino como especie que a lo largo de la historia ha resuelto los problemas que se le planteaban para su supervivencia a través de la tecnología y la cultura. 

Cuando las acciones desencadenadas por el encuentro de Casey con la misma Anthea que había reclutado a Frank Walter nos llevan a encontrarnos con este niño, convertido ahora en un adulto que vive recluido entre sus múltiples invenciones, más cercano al arquetipo del científico loco que al del héroe científico que articula el resto de la película, vemos que quien había participado en el optimismo tecnológico de 1964 ha perdido también la esperanza en un futuro mejor. Bird y Lindelof cierran así el juego entre edades y arquetipos con que se abre Tomorrowland, que nos presenta sucesivamente al niño que sueña un porvenir mejor (Frank Walter), la adolescente que quiere construirlo (Casey) y el adulto decepcionado con las posibilidad misma de ese futuro (Frank Walter adulto). 

A partir de ese momento Casey irá recuperando progresivamente a Frank Walker mientras, acompañados de Anthea, tratan de detener la destrucción total del planeta que un doomsday clock construido en el interior de Tomorrowland —la ciudad científica a la que Walker había accedido de niño— ha anunciado para ocho semanas después. Según se desarrolla esta trama, Bird vuelve, con la ayuda de Lindelof, sobre su obsesión con los héroes, en este caso científicos, entre los que incluye a Gustave Eiffel, Jules Verne, Nikola Tesla y Thomas A. Edison, los pioneros que abrieron el camino hacia Tomorrowland. Es entonces cuando la película adquiere matices más incómodos, puesto que pese a centrarse en héroes de la ciencia, un ámbito cuyo desarrollo está definido por el trabajo colectivo, pasa a focalizarse en un mesianismo que presenta a Casey como la única persona capaz de salvar el mundo, lo que desplaza al personaje hacia el arquetipo del superhéroe, la figura individual necesaria para salvar a la humanidad (una idea común contra la que ha escrito con gran inteligencia también en el ámbito de la ciencia ficción Warren Ellis en su serie Global Frequency). A lo largo de todo el relato Casey luchará, valiéndose de la acción humana y de la imaginación científica, para salvar la idea del futuro y con ella el mundo,  enfrentándose a las profecías autocumplidas del futurismo distópico contemporáneo que representa en la película ese reloj del apocalipsis. 

Ese discurso mesiánico estará en la base de la escena final, un raro caso de coda que no parece dirigida a sentar la base de una secuela, sino a exponer el ecumenismo que subyacía en el diseño de la atracción “It’s a Small World”, corregido y ampliado por las preocupaciones ecológicas y tecnológicas que ha traído ese posible apocalipsis posible contra el que Casey, Frank y Althea han luchado. En ella el proyecto futurista se refunda gracias a niños y jóvenes de todo el mundo, entre los que se busca a los futuros ingenieros, científicos, naturalistas, pero también a jueces, artistas, bailarines. La cuidada representación de razas y géneros no acaba de ocultar que lo que se está imaginando es una élite internacional que continúe pensando el futuro para salvarlo, un grupo de superhéroes científicos a los que la humanidad acabará debiendo su futuro feliz. Es entonces cuando la propia retórica que la película ha construido sobre la relación entre la edad, la imagen del futuro y la esperanza, se vuelve contra su propio discurso de optimismo retrofuturista. El niño nada puede hacer desde su condición para cambiar el mundo y el adulto casi siempre acabará valiéndose de su experiencia del pasado para evaluar un futuro que, en última instancia, nunca llegará a afectarle. El espectáculo de esperanza dirigido a producir una tibia sensación de bienestar en los espectadores decide ignorar esto, lo mismo que durante toda la película ha decidido ignorar la perversa dinámica de la tecnología en sus aspectos políticos y económicos. 

Es inevitable que el espectador cínico, por el que Disney ha hecho tanto o más que por el espectador infantil, piense que la idea que Disney Enterprises tiene del futuro pasa antes por su explotación en la forma de la épica maniquea de Star Wars que en la creación de unos medios viables para el desarrollo de esos jóvenes científicos. No es esto, sin embargo, lo que ofrece Tomorrowland, que fracasa gloriosamente en su construcción retrofuturista, pero que ofrece algunos elementos de reflexión sobre cómo la cancelación del futuro ha dejado de verse como un problema colectivo para pasar a considerarse una noticia recurrente, ruido blanco mediático y cultural que sólo es el signo de una sociedad satisfecha de escucharse como Casandra pero nada dispuesta a abandonar esa vía de discurso para enfrentarse a los problemas prácticos. La paradoja final de Tomorrowland es que, alimentando su discurso a través de esa nostalgia tan dudosa, acaba haciendo posible una reflexión a través de la ciencia ficción mucho más productiva que la que permiten películas como Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), Interstellar (Christopher Nollan, 2014) y The Martian (Ridley Scott), que desarrollan el género futurista a través de relatos sometidos a los todavía más anacrónicos principios de la exploración, mostrando a la humanidad reducida a la experiencia de individuos embarcados en viajes personales. 

Pero el objetivo final de Tomorrowland no son esos relatos ligeros de aventuras espaciales. Como denuncia en la propia película a través de un discurso metarreflexivo David Nix, el personaje que hace las funciones de némesis del grupo de científicos —pese a que él también lo es, pero ha perdido la esperanza en la humanidad—, el verdadero problema es otro. El problema para Tomorrowland es todo ese área de nuestra cultura de ocio, siempre en constante crecimiento, que comercializa el apocalipsis convirtiéndolo en espectáculo, ante el cual sólo podemos ser espectadores pasivos, no una colectividad activa y en constante reflexión sobre cómo volver a tomar control de futuro. No cabe duda de que Tomorrowland fantasea con un pasado del que ignora aquellos problemas que precisamente han dado forma a nuestro presente, ni de que su solución recae en desplazar la responsabilidad del desarrollo colectivo a un grupo reducido de individuos. Sin embargo, en ese glorioso desastre surgido del intento de vender una vez más la idea de una marca y los espacios que la materializan, por alguna razón, sus creadores consiguieron dejar algunos motivos valiosos de reflexión al tiempo que fracasaban por completo al imaginar una solución posible al problema de cómo volver a pensar nuestro futuro. 

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